La figura que empezó como celebridad de reality show, hoy infecta nuestro cotidiano, interfaz con un mundo del que nunca tuvimos control pero deseamos tenerlo.
El reality, por más crudo que se ofrece, es un producto cuidadosamente construido; la crudeza proviene del formato, pero no del contenido mismo, siempre guionizado y montado de forma en que cuente una historia capaz de mantener la atención de la audiencia durante 24 minutos. Pero la vida no es así; es larga, aburrida, tranquila, dolorosa; la vida no es entretenimiento. La vida no es como debería ser.
Por fortuna están las redes sociales, donde podemos contar la vida que queremos, tener el control de nuestra narrativa; sólo tenemos que crear contenido.
¿Qué es el contenido? No sé, tú lo sabes baby, contenido, algo que le guste a tus seguidores, algo que te contenga, que te narre y que puedas compartir. Algo que haga vibrar a tu audiencia y vibrar a tu celular con mensajitos de admiración y agradecimiento. Algo. Contenido.
Entonces nos ofrecemos en sagrado sacrificio a la audiencia imaginaria que goza con nuestros días insulsos. Empezamos creando contenido que demuestre nuestra belleza, nuestra inteligencia, nuestras sesudas opiniones sobre el contenido mismo. Producimos nuestro propio reality, encuadramos lo que nos pasa de modo que sea compartible y actuamos por y para ser visibles. Perseguimos el sesgo de confirmación del síndrome del protagonista y generamos, con mayor o menor tino discursivo, piezas que nos narran como si fuéramos relevantes para alguien. El producto mínimo esperado (autoexigido) emplea sofisticadísimas herramientas para el retoque facial y demanda acompañamiento musical de fotos y gestos. El código ético que envuelve el autovoyeurismo nos fuerza a mostrar qué comimos, qué vimos, qué somos, siempre. ¿Para quién? ¿Para qué?
Hoy todo acto creativo o comunicativo se clasifica como contenido, y en ello mismo radica el asumido de que está hecho para el entretenimiento. Así como la tauromaquia se desnuda de dimensión religiosa y se trata como si fuera solo espectáculo, así soy creador de contenido por el hecho de escribir y publicar esto. Se asume igualmente que al hacerlo persigo la fama o la relevancia. ¿Por qué entonces lo publiqué en Instagram con un link, pidiendo a mi círculo que viniera a leerme? Y quizá sí, ni yo lo sé. Baudrillard me recuerda, en el fondo de mi cabeza, que no puedo abstraerme de la cultura que habito y que me afecta del mismo modo que a todas las demás.
Pero distingo, sí con infinita soberbia, la diferencia entre hacer contenido y ser el contenido. Una reproducción irreflexiva de la cultura lleva a que ser en el mundo se traduzca en ser visto en el mundo y luego ser visto por TODO el mundo, SIEMPRE. De ese modo el mundo puede confirmar nuestra existencia mediante corazones y fueguitos. TODO el mundo puede confirmar nuestra existencia SIEMPRE. Protagonizamos nuestra sitcom en búsqueda de aplausos y risas grabadas sin cuestionar los mecanismos con los que dicha búsqueda nos arrincona en la tristeza y el silencio.
Ser el contenido necesariamente inmuniza la mirada nuestra y la convierte en la de una directora de cine o un gerente de marca en la que todo instante se vuelve una oportunidad para perseguir nuestros objetivos estratégicos de comunicación. La comida solitaria transmuta únicamente en sus propiedades estéticas; un momento frente al espejo, en la aseveración de que sí, nos vemos a nosotras mismas y por ello los demás deberían vernos también. ¿Es cierto que estoy aquí, yo, mirándome a los ojos? Sí, perfecto, las reacciones lo confirman.
En el último estadío de la transformación en contenido, nuestros sentires son mediados también. Estar públicamente triste por lo que debo estarlo, Estar feliz con este atardecer, darle gracias a los muertos en sus perfiles como acto de purificación frente a la sociedad. Confirmar mi tristeza mediante la contenidificación de ella. Controlar mi vida siendo protagonista de mi propio contenido.
Contenidificarme, hasta no ser nada más.



